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...y el Premio Nacional de Gestión Cultural es para Mario Ríos Gastelú
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"Éramos bastante más jóvenes y llenos de vida, y recuerdo que solía decirle en broma: "Tu mujer es la señora de Rico, pero la mía, derrocha”. |
Siempre he tenido devoción por la cálida voz de Luis Rico. Me enteré que le habían otorgado el Premio Nacional de Cultura y lo considero un galardón ganado a pulso, en jornadas incansables que datan de cuando cantaba La patria y era un tupiceño joven y apenas bigotón.
Podría asegurar que es el primer tupiceño en recibir este galardón, que es también un premio para los valerosos chicheños que han dado elevadas muestras en la cultura boliviana.
El premio de Luis Rico, unido al de mi viejo amigo Mario Ríos Gastelú como gestor cultural, me permite remover un antiguo sueño: que la Asamblea Plurinacional conceda pensión vitalicia a quienes ganaron como creadores y como gestores culturales.
Cierta vez, cuando instituimos el Premio Nacional de Novela "Alfaguara”, dotado con 10.000 dólares (que hoy ascienden a bastante más), mi ministro me llamó la atención porque dábamos un premio tan cuantioso cuando el nacional de cultura apenas llegaba a los 3.000 dólares.
No vacilé en decirle que allá ellos y que procuraran mejorarlo del mejor modo posible: creando una pensión vitalicia para estos servidores de la patria que dedicaron su vida a un oficio mal pagado y peor reconocido como es el de las artes y la gestión cultural.
En el caso de Luis Rico, sus méritos como cantante y compositor son innegables, y en el de Ríos Gastelú, pocas veces he leído valoraciones tan importantes y certeras en la plástica boliviana, provenientes de un hombre culto, un ojo avizor y un crítico afín a la producción nacional, y no ajeno a ella, como suele ocurrir en las letras.
A Luis Rico lo conocí en varios escenarios, particularmente en la aurora de la democracia, cuando hicimos cinco festivales de cultura en La Paz, Oruro y Cochabamba, con una generosidad de los artistas recién estrenada porque festejábamos la democracia conquistada a zarpazos cuando gobernaba Walter Guevara Arze.
En cada uno se movilizaron más de 200 artistas y a ninguno se le ocurrió siquiera cobrar un centavo. No había dinero ni para comprar sándwiches o darles un refrigerio, pero igual participaban en El Prado, Chijini, La Garita de Lima, de La Paz; la plaza Sebastián Pagador, de Oruro; o la avenida Ballivián, de Cochabamba.
El veranillo duró poco, pues el 1 de noviembre de 1979 fue el golpe de Todos Santos, en el cual se lucieron connotados militantes del MNR que escoltaban al coronel Alberto Natusch Busch.
Fueron días de resistencia y episodios de dolor al ver a amigos como Edgar Arandia Quiroga en el Hospital General con una ráfaga de ametralladora en el vientre. Arandia sobrevivió y hoy tiene una gestión invalorable como director del Museo Nacional de Arte.
Se vino el Gobierno de doña Lidia Gueiler y aquel año y el siguiente vivimos pendientes del golpe de Estado que se precipitó el 17 de julio de 1980.
El 5 de agosto por la noche me encontré con Luis en la Embajada de México, donde había tantos amigos que conformamos el Grupo Charles Baudelaire. Sonsacamos a la empleada para que nos cediera su cuartito, y allí nos acomodamos como 12, para celebrar nuestras tenidas nocturnas.
No olvido aquella vez en que nos colamos al comedor del embajador, el coronel Plutarco Albarrán, sacamos su fina vajilla y desagotamos en ella unas botellas de pernod que nos invitaba Rolando Costa Arduz.
Allí estaban Coco Manto, René Bascopé, Alfonso Gumucio Dagrón, Jorge Sanjinés (no el cineasta sino el Picasso), Tarrazona, un buen amigo del oficio teatral, Luis Rico y este servidor, entre los que recuerdo, y fue la primera vez que escuché y pronuncié brindis en la voz más baja posible, apenas audibles para que nadie turbara la paz de una ceremonia inolvidable.
El patio de la embajada nos servía para ensayar la obra de teatro La Mesa de García, obra contemporánea en la cual el general golpista era un gramófono y los paramilitares unas comparsas llamadas Palotines, que cantaban letras picarescas de Manuel Monroy, el Papirri.
Entre esas letras recuerdo una cantada por otra comparsa de asesores que decía: Somos los apolíticos / hombrecitos rutinarios / qué sería de la vida / sin James Bond o Corín Tellado / somos los apolíticos / cerebros de Mercedes Benz… picardías del Papirri.
Rico mantiene su elevado espíritu y su innegable fortaleza física, como si dijera que nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos. Era inseparable de Rolando Costa Arduz, pues se había casado con su sobrina, con quien mantiene una relación envidiable durante tantos años.
Y Costa Arduz era, sin duda, el Fénix de los Ingenios, lo mismo en el asilo diplomático que en el exilio, donde me llevó a conocer el primer manicomio del Nuevo Mundo, una casa colonial adornada con momias de monjas en la cual tocaba el piano un artista jorobado.
Allí hicimos hora para ir al templo de San Hipólito, donde los fieles asistían a una misa silenciosa y extraña, celebrada con signos y ademanes porque era una misa para sordos, como se debe decir a los sordomudos. Había que ver en el momento de darse la paz, el alboroto que causaban con sus efusiones de cordialidad y alegría.
La última vez que lo vi concurrimos a una fiesta que daba la embajadora mexicana Margarita Diéguez y Armas en homenaje a Armando Manzanero y a José José. Luis interpretó canciones conocidas con la banda de música que lo acompañó tanto tiempo, mientras en la mesa de la embajadora gozábamos de la cordialidad de José José y del buen humor de Armando Manzanero.
Salimos juntos al exilio a México en la época de García Meza y entonces apenas pude verlo porque cumplía una actividad febril cantando en todos los escenarios posibles de ese país inmenso, que más que un país es un planeta.
Recuerdo que nos encontramos en un cruce de caminos rumbo a Veracruz y guardamos el instante en una fotografía que el tiempo impenitente la ha depositado en algún lugar secreto.
Eran días duros en los cuales, pese a todo, no perdíamos el buen humor. Éramos bastante más jóvenes y llenos de vida, y recuerdo que solía decirle en broma: "tu mujer es la señora de Rico, pero la mía, derrocha”.
Es la hora de brindar y levanto mi copa por Luis Rico y Mario Ríos Gastelú.
Ramón Rocha Monroy
(El Ojo de Vidrio)
Escritor